Prácticas basadas en la evidencia, un imperativo ético

JULIO – AGOSTO 2021
Ver newsletter completo

A fines de la década del ’70, cuando trabajaba en un instituto de investigación en Guatemala, observé que la incidencia de preeclampsia (un trastorno hipertensivo del embarazo) era muy baja comparada con la de otros países de la región. Y se me ocurrió que podía atribuirse a un efecto “protector” del calcio, dado que las mujeres tienen una ingestión muy alta del mineral por la costumbre maya de la “nixtamalización” (cocción del grano de maíz con agua y cal viva antes de la molienda) para preparar las tortillas.

Era una buena conjetura, pero había que demostrarlo. Y eso pudimos hacer a lo largo de varias décadas en estudios en animales y en seres humanos, culminando con un ensayo clínico aleatorizado en mujeres embarazadas y una posterior recomendación global de la Organización Mundial de la Salud (OMS) de incorporar la suplementación en toda mujer con baja ingesta de calcio para prevenir esa patología.

La historia grafica la importancia de diseñar y realizar estudios aleatorizados que evalúen el efecto de distintas intervenciones, de modo tal de sustentar la realización de prácticas en salud basadas en la evidencia. Es un camino largo y esforzado, pero necesario y éticamente imperativo. Hay que dar pasos fuertes. No hay que generar falsas expectativas. Cuando un profesional justifica la toma decisiones “en base a mi experiencia”, está usando palabras inapropiadas.

Las observaciones generan hipótesis. Y una asociación, por supuesto, no implica causalidad. Hay muchos ejemplos en la historia de la medicina en que estudios observacionales dieron lugar a la postulación de mecanismos y a la adopción de recomendaciones que, cuando fueron pasadas por el tamiz de la investigación clínica rigurosa, no demostraron beneficios en resultados en salud. Y hasta probaron ser contraproducentes, como ocurrió con ciertas vitaminas antioxidantes.

Y eso es así porque, cuando se estudian cohortes y se relacionan variables con determinados resultados, pueden existir factores “confundidores” que estén mediando los efectos. Quizás no sea tal o cual nutriente o hábito lo que produzca el beneficio, sino que las personas con mejor estado de salud pueden ser más proclives a consumirlos o adoptarlos.

Lo mismo ocurre con prácticas rutinarias sostenidas a lo largo del tiempo porque alguna “eminencia” alguna vez la propuso o porque se enseña en las facultades, pero sin ningún tipo de investigación que la sustente. Un ejemplo sería la episiotomía, una incisión vaginal impulsada desde la década del 20 del siglo pasado en mujeres que tenían su primer parto:  en la década del 90, pudimos realizar estudios en Rosario y Neuquén que demostraron que no tenía los beneficios supuestos y que era mejor no hacerla.

Otro aspecto que complejiza la cuestión es que, a menudo, los propios pacientes reclaman determinada intervención (no probada y hasta perjudicial) como un derecho, lo que refuerza la propensión de los profesionales de salud de brindarla. Es un círculo vicioso, una deformación.

No existen soluciones simples. Pero es necesario reafirmar nuestro compromiso con la indicación de terapias o intervenciones basadas en la evidencia, adoptando para nuestra práctica el mismo espíritu crítico que guía a los mejores investigadores científicos: ¿cuál es la base de determinada afirmación? ¿hay explicaciones alternativas que pueden explicarlo? ¿en qué medida pueden operar sesgos a la hora de valorar los resultados?

Por Dr. Belizán, investigador del IECS, investigador superior del CONICET y profesor asociado de la Universidad de Chapel Hill y Tulane, Estados Unidos.